‘Estamos jodidos’. Así es de cruda la afirmación de uno de los más significativos veladores de la seguridad de una gran cuenta. La industria del malware es un auténtico rodillo y los malos trabajan codo con codo para asaltar nuestros feudos corporativos, agenciarse de nuestras passwords bancarias y dejarnos como Dios nos trajo al mundo. Es una industria de dimensiones tales que da vértigo pensarlo. En el mercado negro se encuentran todo tipo robots, troyanos y programas maliciosos con los que iniciarse en el mundo del hackers. En el lado oscuro es muy fácil penetrar, y sin ser un informático privilegiado se puede perpetrar cualquier delito. Buscando el simil del terrorismo, cualquiera puede ser un lobo solitario.
Secuestrar una aplicación y pedir un rescate para poder seguir utilizándola está a la orden del día. También descorazona escuchar de una empresa especializada de seguridad TIC, que el malware actual vive del éxito y que seguirá por esos derroteros. Mientras, las empresas se esfuerzan por minimizar daños y piensan escenarios posibles en caso de un ataque, de tal manera que el negocio sufra lo menos posible. Pero se sienten vulnerables y se han acostumbrado a vivir con tal contingencia, resignadas como quien se sabe víctima propiciatoria de un huracán o un terremoto. Y sufren los ataques en silencio, sin poder dar publicidad de sus estragos, algo que perjudica todavía más su indefensión y la del resto. Es necesario instaurar la cultura del bienware como una estrategia expansiva, no regresiva. Abrir la colaboración entre las organizaciones, bajo la batuta de un ente como pueda ser Incibe que lidere la cooperación y una estrategia de facilitar información y herramientas defensivas entre las compañías de cualquier tamaño con agilidad y eficacia. Las empresas tienen que ser muy preactivas en este ámbito y no esperar a ser golpeadas y que los comités de dirección dejen de ser muros de lamentaciones.