Ya quisieran los mal llamados hackers (debería haber una palabra que valiera, porque cracker no se ajusta al significado completo) conseguir el virus perfecto, algo que sí lo ha hecho el coronavirus, ya sea un producto de la maquinaria científica en la sombra, de una intoxicacion derivada de nausebundas prácticas alimenticias o de un arma de destrucción masiva que a alguien se le fue de las manos. No sé si ya estoy delirando y buscando intenciones secretas, (ahora me siento más cerca que nunca de periodistas como Iker Jiménez, Santi Camacho o Javier Sierra, tantas veces denostados). Lo que sé (y más que saber, siento) es que nuestra vida tal como la entendemos ahora va a ser borrón y cuenta nueva. Volvermos a una casilla de salida, pero sabiendo que nos han cambiado el tablero. Pero va a ser un duro tablero, que tal vez nos ayude a recomponer un mundo que no era tan equilibrado como querían hacernos entender. Y, lo mejor o lo peor de todo ello, es que seremos gente distinta con una visión renovada de la vida, que valorará las cosas realmente importantes, menos esclava de las referencias establecidas.
La marea negra del coronavirus ha descoyuntado mi instinto de periodista. En esta deriva, ya no deseo sacar la exclusiva del año, que si Xerox termina capturando a HP o si la IA será la tecnología más disruptiva de 2020. Hasta me da igual si Apple saca su mejor Iphone… la tragedia relativiza la información, y es el que el periodismo nació al calor del auge de la burguesía. Personajes de alto standing que se desayunaban las noticias, con café caliente y tostadas, y que podían despellejar al Gobierno y demás ‘ineptos’, son ahora angustiados confinados en sus hogares, que no se atreven a mirar a la ventana, para no ver el abismo en el que nos estamos precipitando.
Porque en la calle se siente el vacío más que nunca. Huérfanos de bares y de algarabía de los mercados. Los pocos que deambulan por las calles parecen delincuentes con licencia para pasear, pero sospechosos del estigma de la insolidaridad. Salir a la calle se ha convertido en un acto subversivo del que nadie se siente orgulloso, y en el que todos buscamos una justificación que justifique nuestra cobardía.
¿Dónde está la trinchera? ¿Con qué armas contamos contra un enemigo que golpea sin avisar?
Se nos rompieron nuestros esquemas. A la mierda nuestra zona de confort, nuestros currículums de profesionales cualificados… Cuando son precisamente los empleos menos valorados, los que la sociedad altiva desprecia por su bajeza, los que nos están salvando de la miseria. Ellos son la vanguardia, y nosotros una retaguardia que se refugia (cuando le dejan) en el teletrabajo y en la ‘netflixdependencia’. Y nos sentimos héroes porque somos capaces de hablar con nuestros hijos, hace no mucho relegados a actividades culturales y deportivas de postín.
Como periodista, se me ha desmontado la pirámide informativa, y ya no sé qué debería anteponer si la verdad o un sueño de esperanza de que esta pesadilla acabe lo más pronto posible. Porque el periodista además de informar debe dar pie a que existe una esperanza de que las cosas pueden cambiar. Con el coronavirus ya no se pueden embarullar los sueños, porque bastante embarullada está nuestra realidad.
Lo que empiezo a aprender de esta crisis es que la fuerza está en nuestras manos. Las de todos y de cada uno de nosotros, y cada cual debe actuar en consecuencia aportando su grano de arena. Sigamos el ejemplo de tanta gente que trabaja sin descanso, arriesgando su salud (y su vida), y desde el balcón de nuestro corazón aplaudamos sin parar en una cadena infinita, preguntándonos en qué podemos ser útiles para acabar con este pandemonium.