Ahora un ejercicio de moda es hablar con ChatGPT, el sistema de IA conversacional que está integrando Microsoft en su buscador Bing y pronto en Azure. Este chatbot inteligente creado por Open AI está en boca de todo el mundo, y el que más y el que menos está probándolo o tratando de probarlo, porque las últimas veces que he intentado acceder o bien me daba error de acceso por saturación o me sacaba de la aplicación tras responder una query o pregunta. ChatGPT es una locura, cinco días después de su lanzamiento, alcanzó el millón de usuarios (Instagram necesitó 75 días y Spotify, 150). Y a principios de febrero ya rozaba los 100 millones, tan solo dos meses después de ver la luz. Este ‘bicho’ llega con mucha hambre y amenaza despedazar a un gigante como Google, que acapara el 85% del negocio de los buscadores. La firma que dirige Sundar Pichai ha dado un patinazo terrible al presentar de forma precipitada y con fallos notorios la némesis de ChatGPT, a la que ha bautizado como Bard.
El anuncio de Bard fue un cúmulo de despropósitos, caída de la demo, y alguna respuesta descabellada sobre la primera localización de un exoplaneta, que causó sonrojo entre el gremio de los astrónomos. ChatGPT va como un tiro, pese a que también suscita críticas por ‘supuesto sesgo izquierdista’ y también recochineo por sus respuestas a veces grotescas.
Mucha gente enfatiza los errores más que los aciertos, pero es una criatura capaz de aprender a pasos apresurados. Y esta capacidad es la que me causa fascinación y un inquietante temor frente a una especie de ‘simio del futuro’. Este bebé todavía en mantillas proyecta una sombra poderosa pues aspira a convertirse en el catalizador del pensamiento humano, el intérprete de toda la información que pulula en las redes. En suma, en constructor de una realidad hecha a medida y semejanza de los algoritmos. Y como me gusta decir, los algoritmos los carga el diablo.