Aunque el término ‘metaverso’ se empezó a acuñar hace treinta años, el avance de la tecnología y la reciente implicación de grandes empresas ha vuelto a poner de moda este término, con numerosos analistas creyendo que su impacto en la economía podría llegar a ser mayor que el que en su día tuvo la mismísima Internet.
La primera cuestión a la que el metaverso debe dar respuesta es a la unión entre experiencias virtuales y físicas: es indispensable conseguir una tecnología que nos permita difuminar la línea que separa ambos espectros para ofrecer una experiencia realmente inmersiva al usuario, donde acciones en mundos virtuales tengan un reflejo en el mundo real.
La industria que se encuentra a la vanguardia de este proceso es la del gaming, donde tanto hardware como software llevan años avanzando a un modelo inmersivo con modelos de negocio propios creados alrededor de la identidad de los jugadores.
Una de las tecnologías supuestamente prometedoras para alcanzar esa interoperabilidad y crear esos modelos de negocio son los wallets de criptomonedas, tanto por su capacidad de autenticar la identidad de los usuarios como la de trasladar mis activos y monedero de una plataforma (o metaverso) a otra. En mi opinión estamos todavía en una fase de gran experimentación y proliferación de alternativas sin haber convergido los usuarios en una solución única que sea accesible para la mayoría de la población: hasta que la usabilidad y el coste de las transacciones no se reduzca será difícil ver una adopción masiva.
También es necesario ser cuidadosos con la forma en la que la economía pudiera desarrollarse en el metaverso. En los últimos años hemos visto cómo las compras de activos digitales, sobre todo en los más jóvenes, se ha convertido en algo casi tan habitual como la compra de bienes físicos. Si una mayor parte de nuestro tiempo lo invertimos en experiencias online, poseer ciertos bienes digitales tiene el mismo sentido que vestir determinada ropa como expresión de nuestra personalidad. Pero el sentido de exclusividad de poseer cierto bien digital viene dado por su escasez, y ello choca con una de las ventajas de los mundos virtuales y la web: el coste marginal de reproducir esa información es prácticamente nulo. Uno de los ejemplos más reciente son los terrenos del metaverso, donde estamos asistiendo en algunos casos a cierta fiebre del oro por adquirirlos. Sucede algo parecido con los NFT, donde no resulta claro qué exactamente se adquiere desde un punto de vista legal y sin embargo existen transacciones de cientos de miles y millones de euros. Esta escasez artificial puede tener sentido en determinados ámbitos e industrias, pero ¿por qué crear un terreno escaso en un espacio virtual donde no hay necesidad de limitarlo? Creo que todos deberíamos plantearnos estas cuestiones.
Otro aspecto relevante resulta la financiarización de (casi) todo. Una de las promesas de esta nueva revolución es la posibilidad de convertir a todo consumidor en inversor de las marcas y productos que consume. Al igual que comentábamos en el caso de los bienes digitales, esto puede tener sentido en ciertos ámbitos o industrias, pero resulta dudoso que una persona que no esté inmersa en estos temas quiera tener tokens de todo aquello con lo que interactúa en su día a día.
Desde luego, aún hay mucho trabajo por hacer y dudas que resolver. Ahora bien, lo que resulta indudable es que aquellas empresas e inversores que sean capaces de imaginar e implementar nuevos modelos de negocio en esta nueva realidad se beneficiarán de una oportunidad única que hoy estamos simplemente empezando a vislumbrar.