Me llamarán rancio, obsoleto, inmovilista… Y no les faltará razón, la tecnología avanza mucho más rápido que mis neuronas y mis prejuicios. Pero a mí que me den una pantalla de 17 pulgadas, una CPU potente y un teclado de los de antes, para escribir con soltura y sin estrecheces. Cada generación está asociada a unos gustos culturales, un ideario político y, por qué no decirlo, a un tipo de tecnología.
No me imagino a un nativo digital lidiando con un Windows XP sin soltar exclamaciones de estupor. Ni me lo imagino disfrutando con una película en blanco y negro o desternillándose con una disparatada comedia de los Hermanos Marx. Las aplicaciones móviles son rápidas, flexibles pero a este carpetovetónico no acaban de satisfacerle. Muchas son como hamburguesas, resultonas pero insuficientes.
Presiento que me estoy ganando enemigos si proclamo que los sacralizados 140 caracteres de Twitter no me valen. No niego la utilidad de las redes sociales, sería un estúpido, pero tampoco comulgo con la vulgaridad de que rebosan comentarios de indocumentados y opiniones de ególatras que no ven más allá de la pantalla de su smartphone.
Al calor de la modernidad y de la digitalización pululan seres incultos, que se creen que la sabiduría es manejar el WhatsApp con la habilidad que nunca tendrán sus padres. De la misma manera, los formatos de vídeo (Ultra HD, 4K) han logrado un grado de calidad admirable, pero me cunde el desánimo cuando tanta innovación se desperdicia con contenidos televisivos banales, vergonzosos y nada edificantes para una sociedad perdida en el hedonismo de la interfaz táctil. ¿Somos una humanidad más avanzada porque tenemos banda ancha, 4G, Internet de alta velocidad, dispositivos inteligentes, etc.? Permítanme que dude, la innovación no sirve de mucho si seguimos sin cultivar el sentido común.
