Nadie sabía por qué habían comenzado a bailar, pero allí estaban. Deslavazados, furiosos, ajenos a todo lo que no fueran sus propios estertores y convulsiones.
Había amanecido como un día corriente del año 1278. En uno de los puentes sobre el Mosa, una marabunta de doscientas personas agitaba sus cuerpos descontroladamente, compulsivamente. Incapaces en apariencia de detenerse. Víctimas de algún extraño maleficio que las privaba de voluntad.
De pronto, el puente se vino abajo por el peso y las vibraciones. La mayoría cayó a las frías aguas y comenzaron a ser arrastrados por la corriente. Pero sorprendentemente ninguno hizo esfuerzo alguno por alcanzar la orilla o mantenerse siquiera a flote. En lugar de intentar nadar, en lugar de tratar de ponerse a salvo, continuaron contorsionándose coléricamente, batiendo como posesos brazos y piernas, hundiéndose cada vez más con las ropas empapadas que les arrastraban al fondo como a extrañas Ofelias y gritando auxilio porque, simplemente, no podían dejar de bailar. Ni siquiera mientras se ahogaban.
Muchos perecieron aquel día. Los supervivientes, algunos de ellos heridos por el propio derrumbe, fueron llevados a la cercana capilla de San Vito. Poco a poco fueron dejando de retorcerse y recobraron la normalidad. Interrogados no fueron capaces de explicar por qué habían comenzado a bailar. Pero sobre todo y, esto era aún más sorprendente, ninguno supo decir por qué no había podido detenerse.
Desde el siglo VII hasta el XVII todo el centro de Europa fue testigo en numerosas ocasiones de estos brotes de baile. Pintores como Hondius o Brueghel reprodujeron escenas similares. Después el mal pareció enmudecer.
Pero el baile febril ha regresado. Trasmutado, camuflado. Pero está de nuevo entre nosotros. Ahora no son solo personas, son regiones, países enteros los que bailan febrilmente trivialidades, desatendiendo lo crucial, comenzando a ensopar sus vestidos, a ahogarse en las aguas de sus particulares Mosa.
En España, por ejemplo, sabemos hace tiempo que tenemos que movilizar con urgencia nuestro modelo productivo, nuestro modelo energético, nuestras telecomunicaciones. Que solo se han vertebrado adecuadamente un puñado de grandes empresas a base de emprendimiento y fuerte innovación. Sabemos que solo son excepciones, pero seguimos bailando.
El nuestro es un país de empresas fragmentadas, tradicionalmente poco colaborativas y con un tamaño demasiado pequeño para innovar y absorber empleo de calidad científica
Sabemos que el nuestro es un país de empresas fragmentadas, tradicionalmente poco colaborativas y con un tamaño demasiado pequeño para innovar y absorber empleo de calidad científica. Señalamos en innumerables desayunos informativos y renombrados informes que es necesario elevar la calidad del sistema educativo para generar más ciencia aplicada y al tiempo crear más empresas capaces de trasladar patentes al mundo productivo, que dedicamos menos de 1,5% del PIB a investigación y desarrollo, por debajo la media europea y a mucha distancia de muchos países asiáticos. Que tan solo la empresa Philips presenta más solicitudes al año ante la Oficina Europea de Patentes que toda España en su conjunto.
Pero lanzada la soflama de alguna línea de subvención que nuevamente no mediremos ni analizaremos adecuadamente ni en su impacto, ni en sus resultados, volveremos a malgastar el tiempo con algún tema marcadamente sentimental o decididamente frívolo. Seguiremos bailando, en definitiva. Viendo cómo algunos de nuestros mejores jóvenes se marchan y profesionales en su mejor momento se infrautilizan.
Escucharemos de nuevo que hay que potenciar a las empresas innovadoras y fomentar alianzas nuevas. Leeremos otra vez que nuestras grandes corporaciones sólo generan algo más del veinte por ciento de la totalidad del empleo y lo contrastaremos amargamente con el cuarenta, de países que son líderes en innovación y deberían ser nuestro reflejo.
Y sin embargo seguiremos bailando la idea pueril del empresario como explotador del esfuerzo ajeno. Posponiendo ineludibles reformas que terminarán por estallarnos. Observando desde la barrera cómo el mundo cambia cada año a velocidad inusitada. Danzando enajenadamente, en definitiva, frente a nuestros televisores y móviles.