Me da reparos la alegría con la que los departamentos de marketing y de publicidad se despachan con términos como ‘inteligente’. Me suscitan muchas dudas de que estén dotando a la tecnología de un atributo que un alto porcentaje de la humanidad no se merece llevar a gala (y no es necesario irse a Siria o al Banco Central Europeo para constatarlo). El caso de las ciudades inteligentes o smart cities es paradigmático.
Se habla de control del consumo energético, de racionalización de los residuos, de centralización de los proveedores, de sistemas de seguridad, que harán de las futuras orbes paraísos de la convivencia, confort para el ciudadano y sostenibilidad en mayúsculas. Todo ello muy bonito y muy encomiable. Pero basta echar un vistazo a los barrios de las ciudades, donde el abandono ha cundido y la erosión es permanente por mor de la paralización de los presupuestos para obras públicas. Como término general, los ayuntamientos de las capitales adecentan su casco histórico con el fin de satisfacer la demanda turística y esconden la basura por debajo de la alfombra de la periferia.
Por ello, sin menoscabar la importancia que las smart cities tienen para el futuro de la humanidad, sería importante que al mismo tiempo que se trazan estrategias tecnológicas, deben ponerse en marcha planes sociales que impidan la exclusión, y que las soluciones se queden solo en los ámbitos de poder económico o político. Las Tecnologías de la Información deben tener una aplicación universal para garantizar los derechos a los ciudadanos y, opino, que es un tema más crítico toda vez que se desestiman inversiones y se mira con la lupa del ahorro inmediato. Igual que sucede a nivel macroeconómico, si nos ceñimos en sujetar el gasto y limitamos el crecimiento, me temo que nuestras ciudades del mañana serán todo menos inteligentes.