En la era antigua de las Tecnologías de la Información, el consultor era el amo. El amo del lenguaje y del conocimiento, y el cliente estaba a expensas de sus argumentos. Se sucedieron megaproyectos que en la actualidad no estarían justificados y en algunos casos los propios clientes quedaron -igual que Prometeo condenados a vivir maniatados a sus infraestructuras, supeditados a una tecnología de la que no podían liberarse.
Pasaron los años y los usuarios fueron ganando cultura, curtiéndose con las frustraciones y magnificando sus conquistas. Entonces llegó la crisis, y los esquemas se trastocaron. El cliente ya no contaba con un presupuesto pingüe con el que tirar hacia delante sin medida. Había que mirar con lupa cualquier iniciativa, y los presupuestos se congelaron y los proyectos se adormecieron. El prisionero tomó la llave de la celda y empezó a poner condiciones. La presión en los precios se hizo salvaje y el resto de criterios se diluyeron.
Al consultor no le quedó más remedio que atenerse a cualquier tarifa (y los criterios de calidad se fueron relegando a un plano inferior). Los servicios empezaron a venderse como si fueran salchichas (de ahí la mala imagen del body shopping), y se perdió el norte. Hasta tal punto que más de un proyecto fracasó por no haber sido medido en toda su dimensión. En el caso de la Administración Pública, la cosa tampoco mejoró. Muchas licitaciones se ganaron por ser la oferta más competitiva. E incluso sucedió que se prorrogaron concesiones, tras el puro regateo de la cifra inicial. Parece que este retrato en blanco y negro está desapareciendo. Los optimistas hablan de un nuevo aire que recorre las estancias directivas y al fin se imponen criterios de transformación e innovación como motores del nuevo mundo digital. Algo que sería un balón de oxígeno para el sector de la consultoría, por el que sin duda debemos apostar todos los implicados en esta industria.