La seguridad en el país de las maravillas (conectadas)

Miguel Ángel Martos, Director general de Blue Coat para el Sur de Europa.

Publicado el 13 May 2015

Miguel Ángel Martos, Director general de Blue Coat para el Sur de Europa

Hoy día nuestra nevera ya puede hacer el pedido de leche a nuestro supermercado favorito, nuestro coche nos avisa que no vamos a tardar en pasar cerca de ese restaurante sobre el que discutíamos hace unos días con nuestros contactos de Facebook, y nuestra bomba de insulina manda los datos directamente a nuestro médico. El Internet de todo (Internet of everything), la interconexión entre objetos, datos, procesos, personas, etc, es ya una realidad, pero hay un “pero”: la seguridad. Edward Snowden, el pirateo masivo de tarjetas de crédito y los hackers chinos o de Europa del este, han hecho de la seguridad de Internet un tema de debate omnipresente en todos los medios de comunicación por todo el mundo, ya sean éstos en papel o digitales. Pero a pesar de todo, parece que todavía estamos muy lejos de que seamos realmente conscientes, como lo demuestra el día a día.

Nuestros relojes, ahora también conectados a la red, empiezan a contener importantes datos sobre nuestra salud. ¿Y qué pasa con estos datos cuando se transmiten? ¿Debemos preocuparnos porque se almacenen en algún lugar de la nube del que no tenemos conocimiento ni control? Pensemos ahora en la funcionalidad que nos permite desbloquear y arrancar nuestro automóvil utilizando nuestro teléfono móvil. ¿Podría un pirata informático llegar a robárnoslo? Hay que reconocer que mostramos una fe total y ciega hacia todas estas nuevas y revolucionarias tecnologías, pero si no las segurizamos, corremos el riesgo de que aparezca un problema mayor y que todas estas tecnologías que prometen cambiar nuestra vida, terminen causándonos daño y cambiándola a peor.

No deberíamos necesitar hablar, o incluso tener que preocuparnos, de los riesgos que presentan los smartphones, los vehículos, los termostatos o las impresoras conectadas a Internet. Si cada uno de estos nuevos dispositivos hubiera incorporado elementos de seguridad, estarían naturalmente protegidos. No tendríamos que preocuparnos por lo que puede pasar cuando tomamos una foto de un documento con nuestro smartphone, o cuando descargamos una película en nuestra tableta o en nuestra televisión. Si hacemos las cosas bien, podríamos estar tranquilos.

Hoy ya contamos a nuestra disposición con algunas herramientas que nos permiten hacer frente a este problema, pero segurizar un refrigerador o un rinoceronte africano (no os asustéis, luego lo vamos a ver), tiene poco que ver con la segurización de un ordenador portátil. Los mensajes que se envían desde nuestra nevera a nuestra tienda de comestibles, o desde nuestro auto a Facebook, pueden aprovechar toda una variedad de soluciones de segurización desplegadas en la nube (paso intermedio entre el dispositivo/aparato y el servicio con el que se comunica). Estas tecnologías permiten, por ejemplo, asegurarnos que el archivo de música que descargamos en nuestro vehículo no contenga virus. La gestión de la seguridad de la nube puede ayudar a identificar nuestro teléfono cuando se comunica con nuestro termostato. Estamos ante un enfoque completamente diferente de la necesaria para la gestión de la seguridad en Internet, y esta diferencia es necesaria. En la época de los grandes ordenadores portátiles y de sobremesa, la mayoría de nosotros instalábamos los programas antivirus para asegurarnos la supervisión y la protección. En estos tiempos del Internet de las cosas, un termostato, un reloj o una bomba de insulina no tienen la potencia de cálculo o la autonomía suficiente para garantizarnos una supervisión constante.

Otro problema con el que tenemos que enfrentarnos es que las técnicas utilizadas para garantizar la seguridad de una red corporativa no han sido pensadas para aquellos dispositivos móviles que cambian constantemente de ubicación. Antes, erigíamos una especia de vallas altas alrededor de las redes corporativas, y después examinábamos el tráfico que pasaba por el portal. Pero con el Internet de las cosas, los objetos son muchas veces móviles. Un coche, por ejemplo, puede estar conectado con un proveedor de servicios en Alemania, ¿pero qué pasa cuando cruza la frontera suiza? La gama de objetos “móviles” puede ser mucho más amplia de lo que imaginamos. Pero vayamos por un instante a África, donde unos investigadores han implantado unos objetos en los cuernos de los rinocerontes para controlar su ubicación, asegurarse un control remoto y conocer su estado de salud. Es incluso posible que se llegue a enviar un avión no tripulado con el objeto de intervenir si el animal es perseguido por un furtivo.

Todos estos ejemplos presentan riesgos de seguridad. ¿Nos podemos imaginar que podría pasar si esos furtivos hackearan el sistema de seguimiento del rinoceronte? Con la seguridad adecuada, todas estas tecnologías tienen un potencial de transformación auténtico.

Tomemos otro ejemplo, este en Nueva York y vayamos a su famosa plaza Times Square. Hace algunos años, era el epicentro de la prostitución y del narcotráfico, hoy es un lugar bullicioso donde el comercio y los millones de turistas que visitan la ciudad se dan cita. Las marcas más importantes del mundo están pagando auténticas fortunas para situar sus nombres en los carteles publicitarios y beneficiarse de su tirón. ¿Pero qué es lo que ha pasado? ¿Qué ha hecho que Times Square haya cambiado? La seguridad. Políticas más estrictas, mayor presencia policial y una tolerancia cero. Ahora, los turistas se sienten seguros y apenas perciben las medidas de seguridad implementadas. Esta sensación, esta seguridad, es lo que debería estar presente en los mismos genes del Internet de las cosas.

La seguridad informática debe estar integrada perfectamente en nuestras tecnologías, como ocurre en Times Square. Debe estar asegurada con la uniformidad y la discreción de un tapón en una botella de agua mineral o de las zonas de deformación de nuestros vehículos…, esas cosas de todos los días que garantizan nuestra seguridad en uno u otro sentido, sin invadir nuestra privacidad ni interrumpir nuestra capacidad de innovación ni nuestro estilo de vida.

Haciendo de la seguridad de las nuevas tecnologías algo tan omnipresente y adaptado como los sellos de seguridad de un cartón de leche o el casco de bicicleta que nuestra hija acaba de quitarse antes de ir a cenar, será cuando podremos aprovechar al máximo la innovación y la capacidad de la mente humana. Incluso podremos sentirnos lo suficientemente seguros para dejar de hablar de seguridad, y sólo tendremos que aprovecharnos del enorme potencial que ofrece el Internet de todo.

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Redacción

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