Es una especie de estigma que nos condena al fuego eterno de la autoculpa y el remordimiento. Quizá porque esté muy asociado a la vergüenza, otro aspecto limitador de nuestra naturaleza ibérica que nos ha impedido alcanzar el éxito y dejarnos históricamente relegados a un segundo plano en el mundo de la ciencia, salvo honrosas excepciones que han mantenido viva la llama de la creatividad que por otro lado nos caracteriza. No se perdonan los errores, que se convierten en tumbas para aquellos que los cometen. Sin embargo, en Estados Unidos, se concede financiación pública más fácilmente a aquellas empresas tecnológicas que han cometido algún fallo, pues es un índice de que busca hacer cosas nuevas. Porque ser audaz tiene a veces estos contratiempos, que no deben parar al emprendedor. Sino todo lo contrario, la innovación y el conocimiento en general se alimentan de los errores, porque estos nos hacen mejorar y encontrar las vías más aplicadas que conducen al éxito. Hay que quitar de los diccionarios corporativos la palabra fracaso y no tener miedo a cometer fallos que, a la postre, suele ser el causante de nuestra inoperancia.
