La deslocalización (offshoring) y la subcontratación (outsourcing) de actividades a economías emergentes continúan figurando entre los objetivos de las empresas más importantes del mundo, en la agenda política de sus respectivos gobiernos, y en los debates económicos de mayor actualidad. Una encuesta entre 500 compañías llevada a cabo el año pasado por la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), reveló que cuatro de cada diez firmas europeas han empezado a deslocalizar servicios y operaciones, con un 40 por ciento de los proyectos destinados a Asia y, especialmente, a India.
Según otro estudio, realizado por la Duke University y la consultora Archstone en más de un centenar de grandes empresas norteamericanas, las actividades más comúnmente deslocalizadas son: procesos de tecnologías de la información (66 por ciento); contabilidad y finanzas (60 por ciento); y gestión de call centers (54 por ciento). Aunque, seguramente, lo más revelador de esta investigación es que, una vez deslocalizadas estas actividades, las compañías se muestran mucho más dispuestas a extender la práctica del offshore a procesos de negocio más complejos como los servicios de ingeniería (44 por ciento); investigación (32 por ciento); y recursos humanos (24 por ciento). Esto apunta a un primer cambio de tendencia, y es que hace tan sólo unos años era impensable que una empresa delegara a terceros la gestión de sus finanzas o la relación con el cliente. Ahora, gracias al desarrollo de la comunicación de datos de alta velocidad y a la experiencia previamente adquirida en otras áreas, se han sumado a la lista actividades de mayor valor añadido.
Las razones para externalizar servicios empresariales también están cambiando. Aunque para un 93 por ciento de las empresas la “reducción de costes” sigue siendo el factor determinante a la hora de decidir qué camino tomar, un significativo 55 por ciento señala la “calidad en el servicio” y otro 54 por ciento el acceso a “personal cualificado”.
En los últimos años, cerca de 100.000 puestos de desarrolladores de software se han movido de Estados Unidos a India, según datos del Instituto de Política Económica norteamericano. Según las previsiones del Bureau of Labor Statistics, elaboradas junto con Gartner y Morgan Stanley, a finales de este año uno de cada diez trabajos de tecnologías de información habrá migrado fuera de sus fronteras. Por su parte, Forrester Research sitúa en 400.000 los puestos administrativos internos (back-office) deslocalizados, aunque apunta que en el 2015 podrían elevarse por encima de los tres millones.
Suele afirmarse que la externalización y la deslocalización son juegos de suma positiva en los que todos ganan. De hecho, recientes estudios demuestran que cada dólar que la economía americana invierte en estos procesos genera entre 12 y 14 céntimos adicionales para la economía doméstica y 33 céntimos de retorno en promedio para la economía receptora.
Mercados laborales flexibles y con una alta movilidad de trabajadores han permitido a economías como la americana y la inglesa, tomar la delantera y aprovechar las ventajas del offshore. En estos países, las ganancias en eficiencia y la creación de nuevos empleos más cualificados pueden compensar, en términos agregados, la destrucción de puestos derivada de la deslocalización. Pero no todas las economías tienen mercados laborables tan flexibles y, a corto plazo, el drama individual por la pérdida del empleo es inevitable.
En definitiva, el debate va adquiriendo nuevos matices a medida que van surgiendo nuevas formas de deslocalizar o desplazar funciones y actividades. Por un lado, resulta evidente que los salarios occidentales no son competitivos. Por el otro, la globalización y al avance de las tecnologías de la información han incorporado a la fuerza de trabajo mundial miles de millones de trabajadores muy preparados. Se trata de un proceso imparable que, consideraciones éticas a parte, supone todo un reto a la capacidad de las empresas y los gobiernos para ser más competitivos.