La trampa del crédito y el estado depredador

Moisés Camarero Aguilar, director general de Grupo Compusof, analiza cómo en nuestro país, “es notorio que la administración legisla en contra del desarrollo del tejido económico”.

Publicado el 30 Abr 2013

Moisés Camarero - Compusof

Cada semana celebramos como un triunfo la subasta del tesoro público, contentos quizás porque se logran colocar otros 5.000 millones de euros y porque, en parte, vemos en ello nuestra tabla de salvación. La realidad es bien distinta ya que esa actividad sirve para alimentar, una semana más, la enorme maquinaria del gasto del estado que sigue enferma de un déficit abrumador, cercano al 7% que, si sigue a este ritmo, nos llevará en el 2015 a una deuda próxima al 120% del PIB, lo cual significa un nivel crítico para cualquier país.

Una gran parte de ese déficit -más del 6%- es estructural, como demuestra el reciente informe emitido de la UE, conocido a mediados de marzo. Esto quiere decir que está desestacionalizado, es decir, que no depende de la época del año ni de la crisis económica. Para mayor infarto, la cifra de paro estructural dada por el mismo informe es del 18%, así que es evidente que tenemos en España un problema estructural y no coyuntural.

La trampa es doble ya que las administraciones públicas -esos gigantes insaciables de despilfarro, tachados de ineficientes y lentas y en muchos casos además de corruptos- absorben sin miramiento todo el crédito disponible, secando la disponibilidad para las empresas y ciudadanos, de los que después se alimentan en forma de impuestos y tasas. En nuestro país, además, es notorio que la administración legisla en contra del desarrollo del tejido económico.

En todo este marco la pregunta que asalta es si es posible otra forma de administrar. Mi tesis es que con este sistema político, no, y voy a tratar de explicarlo: al acaparar los partidos políticos todo el poder, incluyendo los organismos que se supone que les deberían controlar, tienen literalmente secuestrado el estado. Las listas cerradas permiten al partido colocar en ellas a conocidos corruptos y los ciudadanos les tienen que votar quieran o no, dándose el caso de listas en las que la mitad de los candidatos están imputados por diversos delitos. Este sistema de listas cerradas favorece la fidelidad al partido por encima de la capacidad de gestión individual, por lo que se generan redes clientelares. Cuando nace, el sistema da lugar a la estructura y con el tiempo, la estructura determina el sistema.

Siguiendo con la cadena lógica, los puestos de mayor responsabilidad son ocupados por los políticos más influyentes, que son los que mantienen redes clientelares más grandes, un tejido que hay que alimentar. ¿A alguien le extraña ahora que a ningún miembro del gobierno se le pase por la cabeza eliminar por ejemplo las diputaciones, o si quiera reducir las duplicidades de las administraciones locales? La explicación está dada.

En el ámbito empresarial, un líder de una compañía privada es normalmente capaz de examinar la situación de partida, la deseada, y mediante análisis y planificación genera los cambios necesarios que incluyen típicamente una nueva organización. No nos extrañamos que las multinacionales se reorganicen cada año a fin de afrontar nuevas necesidades. ¿No deberían hacer lo mismo los gobiernos?

La respuesta es que no lo hacen ni lo harán, porque su finalidad no es el mayor bien de la ciudadanía, ni siquiera la consecución de unos objetivos -doy gracias por la existencia de Bruselas, que impone alguna disciplina al controlar el grifo del dinero-. Su única finalidad como élite es su propia persistencia, lograda mediante la extracción de la riqueza de los gobernados, en vez de la creación de la misma, misión que se deja a los empresarios. A esos mismos empresarios a los que dificultan la contratación de personal, disputan el crédito y entorpecen con normativas absurdas y a veces hasta contradictorias.
Ayer me comentaba un joyero que un conocido diputado del gobierno actual llegó con diez mil euros en efectivo al establecimiento para comprar un reloj. El joyero le dijo que la ley -que él mismo había votado y aprobado- prohibía los pagos en efectivo superiores a 2.500 euros. Respuesta del político: “Ya lo sé ¿y qué?” Creo que esta anécdota real resume perfectamente lo que he tratado de explicar.

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Redacción

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