El mundo se ha vuelto patas arriba y ahora nuestra admiración ha cambiado de polo. Son los jóvenes, los millennials, los que acaparan la atención. Su destreza digital causa furor entre los padres, que se sienten orgullosos de esa habilidad innata que demuestran con el uso de los dispositivos móviles y las redes sociales. Los hijos protagonizan la conversación familiar y son los que te descubren inventos como Instagram, Spotify o Snap Chat, y nos dejan aturullados.
Hay padres que lo han asumido con naturalidad y se han subido al carro de la movilidad con soltura. Otros se sienten superados, ante el tsunami digital. Se ven de alguna manera como los taxistas frente a Uber. Por suerte un padre no es un banco o una operadora; aunque en el fondo vive la misma inquietud. Tiene que reinventarse, soltar el lastre de los prejuicios y aceptar el cambio como una oportunidad para su familia y entender que todo es vertiginosamente dinámico.
Al igual que el CEO de una compañía, a sus hijos (empleados) no se les convence con discursos verticales y dogmas noventayochistas. No hay forma de esconderles las tabletas o penalizarles por su uso abusivo del smartphone. Son como una ola irrefrenable a la que poner esclusas resulta en vano, pues el agua termina salpicándole a uno. El CEO familiar tiene que incentivar a su prole, animando su creatividad y abriendo camino para innovar en su forma de abordar los estudios y de afrontar la vida. El futuro nunca ha sido más incierto y se reescribe cada día en los laboratorios de investigación y desarrollo. La labor que nos queda es cimentar la innovación con el poso cultural y de experiencia que los millennials no tienen y que les va a enriquecer. Las nuevas tecnologías son una buena herramienta para insuflarles la libertad de pensamiento y el espíritu crítico.