El impacto del coronavirus en la sociedad española y mundial no tiene precedentes. Sin tiempo de reacción, la población se ha visto confinada en sus domicilios, el número de fallecidos sobrepasa todas las estimaciones previstas y la economía abre los ojos desorbitados ante el panorama que se avecina.
Durante estos días de pandemia y horror tampoco ayuda que nuestros políticos sigan enfrascados en sus habituales guerras de guerrillas, ni que las organizaciones empresariales estén lejos de llegar a una entente con el Gobierno en cuestión. Mientras tanto, la Sanidad española -esa que considerábamos de las mejores del mundo- muestra unas carencias propias de países en desarrollo en cuanto a equipamiento se refiere, UCI activas o número de profesionales; en todo caso siempre por debajo de la media con respecto a la gran mayoría de países europeos de nuestro entorno. Y gracias a unos profesionales sanitarios que dan más de lo que tienen, incluyendo sus vidas, para salvaguardar este ataque sin precedentes. Una defensa, por cierto, mal planificada tanto por el Gobierno central como por las Comunidades autónomas, a quienes se les terminó de transferir todas las competencias sanitarias en 2002.
Queda esperar. Aquí poco puede hacer la tecnología, aquí hacen falta más respiradores y mascarillas, más personal y unos presupuestos que se han ido evaporando con el paso de los años.
Queda el teletrabajo, una elección ya de por sí necesaria y ahora de obligado cumplimiento. Aquí sí hay tecnología para ello, pero solo es una parte minoritaria del tejido productivo la que puede acogerse a esta modalidad. Es un parche temporal que quizás pueda mitigar la cuenta de resultados de algunas organizaciones, a las que, eso sí, hay que reconocer el esfuerzo para adaptarse a este cataclismo que se nos viene encima. El futuro, sin duda, es muy incierto.